Archive for marzo 2011

Jarrón con malvarrosas (1886)

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La conocí siendo la más acabada muestra de generosidad en la tierra. Era muy bella y ese solo atributo la hacía excepcional, en una mujer así no se busca inteligencia o bondad. Y sin embargo también las tenía, aunque la segunda era superlativa y constituía su más grande cualidad. Era sonriente y afable, sin malicia. Cuando concertamos nuestra primera cita me dijo, a pregunta expresa sobre cómo iría vestida, que iba a ir con lo mejor que tenía, sólo para mí; aquello me hizo sentir en la gloria, un elegido entre los mortales. La tuve entonces por primera vez y al instante comencé a perderla. Acto supremo de mi egoísmo Nietzschiano, apenas la conocía y ya le infligía un cuestionario detallado sobre su vida amorosa pasada y presente y trataba de atraparla y retenerla a mi lado para siempre. Sentía que se iría en cualquier momento y supe entonces, con cruel contundencia, que los celos no son sólo retórica barata en boca de malos poetas, sino un hecho patológico que consume cada instante de la existencia. Ella no le daba mucha importancia y siguió su vida como antes de conocerme. La sensiblería no era lo suyo y no dejó que lo absurdo obstruyera su libertad. Tal vez me quiso a su modo, como se quiere en los albores del siglo XXI donde el contrato civil, no institución como muchos dicen, del matrimonio está en franca decadencia. Ahora las cosas se parecen más a la libertad entre hombre y mujer que pregonaba Einstein en sus últimos días. Yo, que no alcancé a dar el salto entre dos milenios, tengo que hacer firmar tal contrato a una mujer para sentir que es mía.

Cantera y molinos de viento en Montmartre (1886)

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Fue en diciembre, cuando mi vida era especialmente un caos, que mencionó sus vacaciones. Las pasaría en París con sus amigas y, aunque no me lo dijo yo lo supe, algunos amigos. Tendría entonces que añadir a lo mal que me iba el hecho nada agradable de pasar solo la temporada más fría del año. Traté de forma ridícula de convencerla para que se quedara, pero tengo que admitir que París es más interesante que yo; así que irremediablemente se fue. No la llevé al aeropuerto como me pidió, ya que los aeropuertos me alteran demasiado. Le dije que no iría porque las despedidas me hacían sentir triste, lo cual en ese caso era cierto, y  me limité a darle recomendaciones paternales sobre asuntos sin importancia. Ya en Francia me habló un par de veces y me envió postales por correo electrónico que todavía conservo, fueron con motivo de la navidad y el año nuevo y me expresaba sus mejores deseos. También Karla me escribió asegurándome que Michel se estaba portando bien. Yo tomé aquello con resignación y aproveché el tiempo y la soledad para distraerme con Albertine Desaparecida. En realidad fue peor y lo sabía antes de iniciar la lectura; pero en las buenas y en las malas, causantes de alegrías y de penas y sazonadores únicos de mi vida insípida, hasta antes de la llegada de Michel, estaban siempre los libros, y en primerísimo lugar la obra de Marcel Proust. Pasé aquellas fechas con Pablo, quien me indicó que me veía más callado que de costumbre y además tenía la receta secreta que iba a paliar todos mis males: un whiskey escocés etiqueta roja que acababa de comprar en el Walmart a precio de oro. Sabía que no me embriagaba pero siempre insistía en los "acercamientos" jüngerianos: una vez al mes es mejor que una vez por semana, pero una vez al año es mejor que  una vez al mes. No; la embriaguez que yo necesitaba no venía en botellas. La causa y la solución de todos mis males estaba en ese momento, tomando champaña en Campos Elíseos, del otro lado del Atlántico.

Detalle de Jarrón con amelos y flox (1886)

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Trataba de sincronizar mi respiración con la de ella y por espacios de tiempo que me parecían breves lo lograba. Era bueno saber que estábamos a solas así que la abrazaba fuerte como para no dejar escapar algo de su calor. Jugaba un poco con su cabellera blonda y aquel torrente se perdía entre mis manos dejando un perfume dulce que todavía recuerdo. A veces, invariablemente se movía un poco entre ronroneos que sólo yo podía escuchar para seguir durmiendo un sueño níveo cargado de ilusiones. Si yo estaba o no en ese sueño es algo que no me importaba entonces y que no me importa ahora; había en su cabeza un gran misterio que mi imaginación fantástica se encargó de develar, llenando vacíos, adecuando miradas y gestos conforme al más egoísta de mis caprichos y tomando siempre aquello que deseaba escuchar. No hay evidencia que cambie la sentencia de un juez que ha dictado el veredicto antes de iniciado el juicio. Así que vivía en un mundo de verdad y mentira, con una ambigüedad palpable, entre dos mundos que aunque se conocían no se mezclaban. No me importaba. Contemplarla dormida, después de algunos escarceos, se convirtió en una adicción. A veces separaba sus labios con mis dedos sólo para sentir la humedad de su boca derramándose a cada momento. Bebía su aliento y sentía correr su sangre bajo la piel blanca, tan blanca que me hacía recordar a la infanta de Francia en Tirant lo Blanc. Con cuidado la hacía girar de un lado a otro como un insomne perpetuo. Esperaba a que se relajara y contaba los latidos de su corazón tan exactos como el tic tac del reloj. Entonces ocurría, avanzada la noche, que mis pensamientos y la modorra se fundían en un sólo estado onírico tenue y cualquier acto, o ausencia de éste, me llevaban de un lado a otro del sueño y la vigilia como si mi espíritu ambicioso no quisiera renunciar a ninguno de aquellos mundos en cuya frontera era feliz.

La fábula (1883)

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¡Que zorra tan grande! -exclamó el zorro relamiéndose los labios con cara embobada- tan grande y hermosa.
-Eso no es una zorra -la garza dejó de lado a la ranita que estaba por tragar- es una leona. ¿Cómo puedes confundirlas? Las zorras son como tú, viven en huecos debajo de la tierra y son cazadas para usar sus pieles; las leonas, en cambio, son unas temibles cazadoras, agresivas y despiadadas, será mejor que no te acerques a ella o saldrás lastimado.
-¡Pero qué tonta!, ¿no sabes, acaso que los zorros podemos crecer tanto como deseemos? La mayoría permanece de este tamaño -y el zorro hizo un ademán exagerado para mostrar su cuerpo a la garza como si se tratara de un gran regalo- porque nos gusta ser así, pequeños, habilidosos, escurridizos; pero me han contado de parientes que llegan a ser tan grandes como ella.
La garza estiró su cuello tan largo como era y terminó de engullir a la ranita, miró de soslayo al zorro que continuaba embobado con la leona y le dijo,
-Si es cierto lo que dices, entonces, tal vez, los ratones no son más que zorros que han decidido encogerse hasta alcanzar ese aspecto.
-¡No!, eso no -el zorro se sintió ofendido por la comparación- los ratones son sucios, pequeños, apestosos, nunca podrían ser como los zorros, de pelaje tan fino, colmillos tan blancos...
-Sí, sí -lo interrumpió la garza- admito que los ratones no son zorros pero tú debes admitir que ustedes no son leones ni lo serán nunca.
-Claro que podemos -dijo el zorro enfadado e hinchando el lomo- lo que nunca llegaremos a ser es una garza de patas flacas y pico largo que se alimenta de bichos insignificantes como las ranas, y ya no quiero seguir perdiendo mi tiempo contigo, voy a donde debo estar, al lado de esa magnífica zorra que dormita allí.
Y dicho esto se acercó a la leona que, sintiendo invadido su espacio, con un zarpazo instintivo hizo rodar al pequeño zorro a los pies de la garza.
-Tienes razón -aceptó el zorro malherido- tienes razón; ella no es una zorra.

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