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El Imperio, Ryszard Kapuscinski

No intentó Riszard Kapuscinski comerse de un bocado a la Unión Soviética en este libro, para eso haría falta un personaje salido tal vez de la imaginación de Borges, o Kafka. En cambio hizo lo que cualquier ser humano humilde habría hecho en su lugar, ir tomando probaditas de varias partes y presentarlas así, sin ningún intento de coherencia. Nadie pudo conocer nunca a la URSS.
Mis primeros encuentros con El Imperio se los debo a Gabriel García Márquez y a Stefan Zweig, ambos viajaron a territorio soviético durante su juventud y ambos quedaron sorprendidos por esa disposición de los hombres rusos a aceptar el sufrimiento como una parte inevitable de la vida. Los europeos occidentales que caían en un gulag, cuenta Kapuscinski, protestaban y daban explicaciones, se resistían a la injusticia; los soviéticos, en cambio, iban como los corderos van al matadero, con la idea de que la vida era así y cualquier intento de cambiar las cosas solamente iba a empeorarlas. García Márquez dice que a su llegada a Rusia le llamó la atención un juego de mesa que al parecer estaba de moda del otro lado del muro de Berlín. En todos los comercios la gente estaba siempre moviendo bolitas en un bastidor de un lado para otro. Cuando el reportero García Márquez supo qué era aquello no lo podía creer: eran ábacos. En muchos aspectos la URSS era más asiática que europea.
El primer encuentro de Kapuscinski con El Imperio fue mucho menos literario que el mío. Él era de Pinsk, una ciudad polaca que fue invadida en 1939 por la Unión Soviética y que ahora es territorio de Bielorusia. El pequeño Riszard sólo recordaba que a partir de la llegada de los soviéticos algunos pupitres de su escuela empezaron a quedarse vacíos. Uno por aquí y uno más por allá; el maestro también desapareció. También fue testigo de cómo muchas familias fueron subidas en trenes, apretujadas, y nunca volvió a saber de ellas. Y a pesar de eso, el viajero Kapuscinski sentía mucha simpatía por el pueblo ruso, que además de verdugo, siempre ha sabido ser víctima.
Al leer el libro, uno tiene la impresión de que la Unión Soviética era una catástrofe inmensa, que lo mismo fue capaz de producir entre treinta y cien millones de muertos que la ciudad más contaminada del mundo, o hacer desaparecer al mar Aral del mapa, todo con cargo al erario. Y esa catástrofe era causada por una estructura piramidal muy rígida. Malcom Gladwell es un escritor inglés que publicó hace algún tiempo un libro llamado Outliers. Al final de Outliers hay un capítulo en el que Gladwell analiza un fenómeno raro que pasaba en una aerolínea coreana: sus aviones se caían con bastante más frecuencia de la que se podía esperar en una aerolínea seria. Descartadas las razones técnicas, la sospecha recayó en los humanos, en concreto los pilotos y copilotos. En el idioma coreano hay seis niveles de familiaridad a la hora de hablar con alguien: las fórmulas distinguen entre hablar con Dios hasta hablar con un hijo, algo parecido a las formas "usted" y "tú" en el español. Pues resultó que, empezando por ahí, los copilotos coreanos estaban a una distancia enorme de los pilotos. La función de un copiloto es apoyar al piloto en la toma de decisiones, pero en caso de emergencia o ineptitud, debe ser capaz de arrebatar el control de la nave. Esa distancia en el lenguaje se traducía en una lejanía y falta de acceso a la toma de decisiones vitales, algo así como una validación de la hipótesis Sapir-Whorf a nivel doméstico. La Unión Soviética era como una nave gigante en picada en la que las decisiones las tomaba al final una única persona, casi siempre mal informada y muy sola. En cierta ocasión, narra Kapuscinski, Jrushchov encargó un trabajo de investigación periodistica en alguna de las repúblicas de el imperio. Después de afinar detalles, el periodista preguntó -¿Cuántos volúmenes de mi trabajo debo imprimir? - Uno sólo -respondió Jruschov- y me lo manda a mí.

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