H. nació en un lugar y en un año totalmente irrelevantes, de los cuales no quiere acordarse. Tampoco de su infancia quiere acordarse porque es, ante todo, aburrida. Inició leyendo, o simulando que leía, los libros y revistas de su abuelo sólo para imitarlo. Tanto se congració que el viejo, por aquellos días convertido a Testigo de Jehová por la persistencia de unos evangelizadores, le regaló su primer libro: Mi Libro de Histórias Bíblicas. Pero no es un acólito empedernido; la temprana exposición a las teorías cristianas, en unas dosis relativamente bajas, le sirvieron más bien como inmunización contra lo que Richard Dawkins llama con malicia "El Virus de la Fé", ni modo. Desde siempre lector de "basura", a mediados de los noventa desperdiciaba las tardes con la nota roja, columnas políticas y policíacas. Con el tiempo y unos amigos llegó a lector incondicional de Vargas Llosa, lo cual le hizo muy feliz y, de paso, ladrón, ya que se robó la Obra Reunida de Narrativa Breve de una biblioteca. El peruano le contagió las ganas de escribir, de las cuales, felizmente, no ha pasado a la acción, y por lo mismo le hubiera gustado ser novelista. Con aires de grandeza ha intentado dos o tres veces cazar al león pero se ha convencido de la muy cervantina condición humana que ha hecho que las obras sean semejantes a su creador. Hasta la tardía edad de 21 años no viajó más de 100 km del lugar de su nacimiento, lo cual aunado a su poca disponibilidad para hablar, lo han convertido en un hombre más o menos peligroso. Residente ahora de la Ciudad de México, ha tratado de remediar el problema. Tiene una deficiente formación cultural y, como músico, oído de artillero, si bien picotea el piano de vez en cuando. Convencido desde hace tiempo de que el único oficio que vale la pena es el de pezonero en el Lido (el mismo que tenía Fito Cebolla en París) se mantiene aún en el desempleo entrenándose de vez en cuando con cubitos de hielo. Le gusta la comida china y duerme 9 horas diarias, siempre con su perrita Lucrecia.
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