Archive for abril 2011

En esta esquina, por knock-out; en la otra, por puntos

Tengo para mí que existen dos tipos extremos entre los cuentistas, por un lado aquellos para los cuales la materia que se ha de contar es lo principal y siempre buscan un final sorpresivo-fulminante que deje en shock al lector. De inmediato viene a la mente Cortázar, del cual sólo recuerdo finales desconcertantes con alto grado de fantasía, y Asimov, un maestro de las miniaturas en ciencia ficción; dos tipos geniales contra los que en particular no tengo nada. En la otra esquina se encuentran aquellos para los que la historia viene a ser más o menos prescindible y lo que importa no es lo que se dice sino cómo se dice. Se me ocurre que en este extremo están Eça de Queiroz y Maupassant, dos gigantes europeos de la literatura. En medio de estos dos bandos hay un espectro continuo al que cada quién se ajusta siguiendo sus particulares intereses.
En el combate que se establece entre el lector y la ficción, ya lo dijo Cortázar, la novela gana por puntos y el cuento por knock out. Tenía mucha razón el eficaz noqueador argentino, si de algo se trata su concepción del cuento es de servir como una pequeña ventana que se asoma a un mundo extraordinario y ajeno al lector; en ese sentido los buenos cuentistas dejan reservado casi siempre lo mejor para el final. Como los magos, se empeñan en entretener al público con rodeos, con finezas y atenciones, usan distractores, insinúan salidas falsas y rematan con un tremendo tour de force que deja a todos en shock. Desconozco cuál es la forma de preparar un cuento así, pero imagino que lo primero que viene a la mente es un final a partir del cual se va construyendo todo lo demás, que resultará finalmente accesorio. Para los de este grupo, si es posible, sólo la última frase, cuando no la última palabra, deberá develar todo el misterio, quitar la cortina o abrir la ventana. Hay obras maestras escritas así y creo que es la esquina en la que se congrega la gran mayoría de cuentistas. 
Pero cuando uno lee José Mathias, de Eça de Queiroz, o Por Un Bistec, de Jack London, por lo menos tiene que replantearse éste canon. Estos autores son capaces de tomar un suceso ordinario en la vida de personas comunes y volverlo una obra inmortal. Cómo le hacen y qué es lo primero que piensan es algo que no puedo conjeturar; aquí el final también reserva algo, pero nunca tan extraordinario ni sorprendente como lo que logran los fantásticos de la otra esquina, acá importa la forma en que se dicen las cosas. No es de sorprender que estos escritores también sean grandes novelistas. Pues, siguiendo con la analogía pugilística de Cortázar, éstas ficciones ganan por puntos, sólo que, cosa sorprendente, ganan esos puntos muy rápido, tan rápido que al final uno podría prescindir, si cabe el verbo, de la última frase o, incluso, del último párrafo, y sentir que el autor no nos debe nada, que, aunque no sabríamos decir cuándo, ya ha ganado hace mucho. 
Extendiéndome más allá de los limites del género y haciendo un poco de marrullería, me parece que es ilustrativo traer más novelistas en auxilio para dejar más claro lo que hace nuestro segundo extremo de cuentistas. Kawabata y Marcel Proust pertenecen a una élite de escritores en los que la historia es, y perdón por el exceso, totalmente prescindible. Por eso fue rechazada En Busca Del Tiempo Perdido por los editores, "no entiendo cómo un hombre necesita treinta páginas para decir que tiene que dormirse", dijo un crítico. Tenía razón, eso  no vende tanto como las novelas de detectives. Pero ¡qué páginas! El genio francés toma un acto banal que todos hemos experimentado, ir a la cama a dormir, y lo vuelve arte; y, hay que decirlo en defensa de las letras, arte sólo expresable por medio de la literatura. Pida usted al mejor cineasta del mundo que filme esas treinta páginas y no podrá hacer ni una pálida caricatura de lo que Proust logró. Proust, con perdón, no es Mario Puzo. O tome cualquier novela de Kawabata, La Casa de las Bellas Durmientes, sea por caso. Si la novela terminara después de la primera visita de Eguchi a la casa, Kawabata habría cumplido su trabajo a plenitud, no hay nada que el lector de estos hombres espere del resto de la obra, lo importante es siempre lo que se está leyendo. Pero Eguchi regresa otras cuatro veces, y podría haber regresado cien, y la obra es tan disfrutable en todas sus partes que da la impresión de que podría terminar en cualquier momento o no terminar nunca. Lo importante no es lo que cuentan, sino cómo lo cuentan. Incluso Steinbeck, para traer a alguien un poco más del centro, un hombre tan bueno para la tensión literaria, sin llegar a ser un preciosista como Proust o Kawabata, fue capaz de escribir una novela, El Omnibús Perdido, en la que no pasa nada. No hay violencia, sexo, muerte o cualquier otro de esos recursos que son tan socorridos por los best sellers. Steinbeck se limita a hacer una descripción de personas, paisajes y situaciones que dejan al lector del todo satisfecho, con esa sensación de que ya le ha cumplido con creces.
Para cocinar un buen cuento no se ha inventado todavía, afortunadamente, la receta secreta. He visto cuentos buenos escritos por autores medianos que se quedan en la primera esquina, en donde las cosas son más o menos conocidas; pero nunca he visto un cuento escrito por un principiante que pueda considerarse en la segunda. Cada quién tiene su estilo y cada quien tira de su extremo. En cuanto a los lectores, sólo nos queda calzarnos los libros y esperar a ver, con entusiasmo, de qué esquina salen los siguientes rivales. ¿Y usted, a quién le va?.

Vargas Llosa en la solapa de un libro

Me ha ocurrido muchas veces que después de leer un buen libro, una novela, y celebrar que haya tanta clarividencia y creatividad en un hombre, he conocido al autor. Entonces, como pasa con la mayoría de las cosas en la vida, de pronto me doy cuenta de que esa persona a la que he llegado a admirar y que me hace creer en todo lo que escribe y en todo lo que crea, no es más que un hombrecillo común tan limitado en la vida real como lo estoy yo, y con unas ideas tan lejanas a las mías que de pronto me pregunto acerca de la capacidad de juicio que pueda tener sobre las más elementales cuestiones de convivencia en sociedad, algo en lo que los escritores tienen mucho peso, sobre ciencia o, incluso, sobre literatura. He llegado al extremo de que al ver en la solapa de un libro la foto del autor, pienso, con gran perversión y prejuicios de mi parte, que esa persona, abatida, rodeada muchas veces de libros, y tratando de sonreír a través del papel no cabe en el mundo extraordinario que ha creado y que la imagen está fuera de lugar. Pienso, entonces, que los editores harían bien en dejar que el autor, que ya ha pasado a ser parte de la ficción, se quede en un nombre, en una firma, tal vez en una caricatura, para que el lector, en un ejercicio de imaginación, reproduzca a su gusto y capricho la imagen que mejor le acomode para el hombre o la mujer que le ha mostrado una realidad alterna.
Supone algo semejante a lo que nos sucede a los radioescuchas que a la voz que oímos le vamos agregando una boca, unos ojos, un cuerpo, que son los únicos que nos parecen posibles. Y cuántas veces ha ocurrido que, cuando vemos a quien está detrás del micrófono, nos parece increíble que la realidad sea tan distinta y destruya esa imagen que hemos creado a la perfección. No obstante lo dicho, también los hay aquellos que, como Günter Grass en Mi Siglo, (versión de Alfaguara, donde el anciano Günter parece, en efecto, cargar todo el siglo a cuestas) han encontrado un lugar perfecto en el libro. Los buenos autores son ya parte de la ficción y lo más cerca que debemos traerlos de este mundo real es a la solapas de los libros. 
La objetividad, en todas las actividades humanas, es difícil de lograr. Hemos sido condicionados, tal vez de manera irreversible, desde la niñez, y antes aún, si es posible, de nacer para interpretar las cosas de manera distinta unos de otros. Nos cuesta desprendernos de prejuicios y evaluar las cosas con sensatez. Nuestras mentiras son adornadas, disfrazadas y aderezadas para adoptar la apariencia de una verdad absoluta con tal de engañar a los demás, cuando no a nosotros mismos. Muchas veces ni siquiera somos concientes de que buena parte de aquello en lo que creemos nos ha sido impuesto por la cultura en que nacimos. Y esta subjetividad se agudiza cuando se trata de evaluar la calidad de, digamos, las obras de ficción. A diferencia de lo que ocurre en las ciencias, en donde la naturaleza discrimina sin piedad entre dos teorías sin importar quién las postula, en la literatura sí nos importa, aunque no debería, quién escribió la obra. 
Hay escritores que no se conforman con ser una pálida foto en la solapa. Ellos, a diferencia de un Cormarc McCarthy, que no habla con sus colegas y se niega a dar entrevistas, llevan una vida pública tan intensa, polémica y visible, que compiten con sus creaciones al grado tal que llegan a opacarlas, al menos para el gran público. Sin más se me ocurren los nombres de Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa. Los dos tienen una muy bien ganada fama de activistas políticos y los dos generan debates encendidos, amores y desamores, entre personas que nunca han leído sus libros. Se juzga la calidad literaria de uno y otro en base a ideas políticas, signo inequívoco de que han trascendido a sus creaciones (un cínico dijo que los clásicos son aquellos de los que se habla sin haberlos leído). Lo que me sorprende, y por eso menciono a García Márquez, es que a este autor, populachero, simpático, genio que se da poca importancia, defensor a ultranza de todo lo que hace y dice Fidel Castro, la gente le conoce y celebra, con mucha razón, todos y cada uno de sus libros. En cambio Vargas Llosa, serio, adusto, ex-candidato presidencial de Perú, y por lo tanto estigmatizado y asociado siempre a la derecha, tiene obras, como La Guerra del Fin Del Mundo o Elogio de la Madrastra, poco conocidas, a pesar de que se trata de algunas de las mejores novelas que se han escrito en español, ni más ni menos. 
Vargas Llosa no es, ni de lejos, un escritor que se quede callado ante cualquier asunto más allá de la literatura, en particular ante cuestiones políticas: su obra misma está girando siempre en torno a la política y al sexo. Fue un activo promotor del comunismo y de Castro como su representante máximo en América Latina y luego decidió que todo lo que venía defendiendo no era, después de tanto, lo correcto y dio un giro hacia el pragmatismo; por eso lo odian las élites intelectuales bien intencionadas de todo el mundo; se ha enfrentado a Chávez, pero también criticó a Videla, y con eso se ha ganado la animadversión de los socialistas. Ha criticado el terrorismo árabe y los excesos aliados en Irak, pero también ha defendido a Palestina y la caída de Sadam, por eso se lo ubica como defensor del imperialismo. En círculos extremistas se descalifica cotidianamente a la literatura por haber sido escrita por "reaccionarios". Para mucha gente la imagen que salta al oír el nombre de Mario Vargas Llosa, no es la de don Rigoberto divagando entre la realidad y la fantasía en su casa de Lima, o la de Alejandro Mayta tratando de cambiar al mundo mientras lucha por ocultar su homosexualidad ante sus amigos utopistas, tampoco la del precoz Fonchito descubriendo el amor en brazos de su madrastra; ellos piensan siempre en política. Lástima, porque se pierden del escritor vivo más completo, original e inteligente en lengua española. 
Carl Sagan se cansó de decirlo, no se debe juzgar a la persona, se debe juzgar la idea; a pesar de que se esté a favor o en contra de sus opiniones políticas, es innegable la calidad de Vargas Llosa como escritor y no es justo mezclar una cosa con otra. Después de muchos años la fundación Nobel se ha librado de repetir la injusticia que cometió con Borges al concederle al peruano su premio de literatura. Después de todo, si el hombre de la vida real no nos gusta, podemos empujarlo de nuevo a la solapa del libro y disfrutar, sin prejuicios ni odios sin sentido, de su literatura.

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