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Vargas Llosa en la solapa de un libro

Me ha ocurrido muchas veces que después de leer un buen libro, una novela, y celebrar que haya tanta clarividencia y creatividad en un hombre, he conocido al autor. Entonces, como pasa con la mayoría de las cosas en la vida, de pronto me doy cuenta de que esa persona a la que he llegado a admirar y que me hace creer en todo lo que escribe y en todo lo que crea, no es más que un hombrecillo común tan limitado en la vida real como lo estoy yo, y con unas ideas tan lejanas a las mías que de pronto me pregunto acerca de la capacidad de juicio que pueda tener sobre las más elementales cuestiones de convivencia en sociedad, algo en lo que los escritores tienen mucho peso, sobre ciencia o, incluso, sobre literatura. He llegado al extremo de que al ver en la solapa de un libro la foto del autor, pienso, con gran perversión y prejuicios de mi parte, que esa persona, abatida, rodeada muchas veces de libros, y tratando de sonreír a través del papel no cabe en el mundo extraordinario que ha creado y que la imagen está fuera de lugar. Pienso, entonces, que los editores harían bien en dejar que el autor, que ya ha pasado a ser parte de la ficción, se quede en un nombre, en una firma, tal vez en una caricatura, para que el lector, en un ejercicio de imaginación, reproduzca a su gusto y capricho la imagen que mejor le acomode para el hombre o la mujer que le ha mostrado una realidad alterna.
Supone algo semejante a lo que nos sucede a los radioescuchas que a la voz que oímos le vamos agregando una boca, unos ojos, un cuerpo, que son los únicos que nos parecen posibles. Y cuántas veces ha ocurrido que, cuando vemos a quien está detrás del micrófono, nos parece increíble que la realidad sea tan distinta y destruya esa imagen que hemos creado a la perfección. No obstante lo dicho, también los hay aquellos que, como Günter Grass en Mi Siglo, (versión de Alfaguara, donde el anciano Günter parece, en efecto, cargar todo el siglo a cuestas) han encontrado un lugar perfecto en el libro. Los buenos autores son ya parte de la ficción y lo más cerca que debemos traerlos de este mundo real es a la solapas de los libros. 
La objetividad, en todas las actividades humanas, es difícil de lograr. Hemos sido condicionados, tal vez de manera irreversible, desde la niñez, y antes aún, si es posible, de nacer para interpretar las cosas de manera distinta unos de otros. Nos cuesta desprendernos de prejuicios y evaluar las cosas con sensatez. Nuestras mentiras son adornadas, disfrazadas y aderezadas para adoptar la apariencia de una verdad absoluta con tal de engañar a los demás, cuando no a nosotros mismos. Muchas veces ni siquiera somos concientes de que buena parte de aquello en lo que creemos nos ha sido impuesto por la cultura en que nacimos. Y esta subjetividad se agudiza cuando se trata de evaluar la calidad de, digamos, las obras de ficción. A diferencia de lo que ocurre en las ciencias, en donde la naturaleza discrimina sin piedad entre dos teorías sin importar quién las postula, en la literatura sí nos importa, aunque no debería, quién escribió la obra. 
Hay escritores que no se conforman con ser una pálida foto en la solapa. Ellos, a diferencia de un Cormarc McCarthy, que no habla con sus colegas y se niega a dar entrevistas, llevan una vida pública tan intensa, polémica y visible, que compiten con sus creaciones al grado tal que llegan a opacarlas, al menos para el gran público. Sin más se me ocurren los nombres de Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa. Los dos tienen una muy bien ganada fama de activistas políticos y los dos generan debates encendidos, amores y desamores, entre personas que nunca han leído sus libros. Se juzga la calidad literaria de uno y otro en base a ideas políticas, signo inequívoco de que han trascendido a sus creaciones (un cínico dijo que los clásicos son aquellos de los que se habla sin haberlos leído). Lo que me sorprende, y por eso menciono a García Márquez, es que a este autor, populachero, simpático, genio que se da poca importancia, defensor a ultranza de todo lo que hace y dice Fidel Castro, la gente le conoce y celebra, con mucha razón, todos y cada uno de sus libros. En cambio Vargas Llosa, serio, adusto, ex-candidato presidencial de Perú, y por lo tanto estigmatizado y asociado siempre a la derecha, tiene obras, como La Guerra del Fin Del Mundo o Elogio de la Madrastra, poco conocidas, a pesar de que se trata de algunas de las mejores novelas que se han escrito en español, ni más ni menos. 
Vargas Llosa no es, ni de lejos, un escritor que se quede callado ante cualquier asunto más allá de la literatura, en particular ante cuestiones políticas: su obra misma está girando siempre en torno a la política y al sexo. Fue un activo promotor del comunismo y de Castro como su representante máximo en América Latina y luego decidió que todo lo que venía defendiendo no era, después de tanto, lo correcto y dio un giro hacia el pragmatismo; por eso lo odian las élites intelectuales bien intencionadas de todo el mundo; se ha enfrentado a Chávez, pero también criticó a Videla, y con eso se ha ganado la animadversión de los socialistas. Ha criticado el terrorismo árabe y los excesos aliados en Irak, pero también ha defendido a Palestina y la caída de Sadam, por eso se lo ubica como defensor del imperialismo. En círculos extremistas se descalifica cotidianamente a la literatura por haber sido escrita por "reaccionarios". Para mucha gente la imagen que salta al oír el nombre de Mario Vargas Llosa, no es la de don Rigoberto divagando entre la realidad y la fantasía en su casa de Lima, o la de Alejandro Mayta tratando de cambiar al mundo mientras lucha por ocultar su homosexualidad ante sus amigos utopistas, tampoco la del precoz Fonchito descubriendo el amor en brazos de su madrastra; ellos piensan siempre en política. Lástima, porque se pierden del escritor vivo más completo, original e inteligente en lengua española. 
Carl Sagan se cansó de decirlo, no se debe juzgar a la persona, se debe juzgar la idea; a pesar de que se esté a favor o en contra de sus opiniones políticas, es innegable la calidad de Vargas Llosa como escritor y no es justo mezclar una cosa con otra. Después de muchos años la fundación Nobel se ha librado de repetir la injusticia que cometió con Borges al concederle al peruano su premio de literatura. Después de todo, si el hombre de la vida real no nos gusta, podemos empujarlo de nuevo a la solapa del libro y disfrutar, sin prejuicios ni odios sin sentido, de su literatura.

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