En esta esquina, por knock-out; en la otra, por puntos

Tengo para mí que existen dos tipos extremos entre los cuentistas, por un lado aquellos para los cuales la materia que se ha de contar es lo principal y siempre buscan un final sorpresivo-fulminante que deje en shock al lector. De inmediato viene a la mente Cortázar, del cual sólo recuerdo finales desconcertantes con alto grado de fantasía, y Asimov, un maestro de las miniaturas en ciencia ficción; dos tipos geniales contra los que en particular no tengo nada. En la otra esquina se encuentran aquellos para los que la historia viene a ser más o menos prescindible y lo que importa no es lo que se dice sino cómo se dice. Se me ocurre que en este extremo están Eça de Queiroz y Maupassant, dos gigantes europeos de la literatura. En medio de estos dos bandos hay un espectro continuo al que cada quién se ajusta siguiendo sus particulares intereses.
En el combate que se establece entre el lector y la ficción, ya lo dijo Cortázar, la novela gana por puntos y el cuento por knock out. Tenía mucha razón el eficaz noqueador argentino, si de algo se trata su concepción del cuento es de servir como una pequeña ventana que se asoma a un mundo extraordinario y ajeno al lector; en ese sentido los buenos cuentistas dejan reservado casi siempre lo mejor para el final. Como los magos, se empeñan en entretener al público con rodeos, con finezas y atenciones, usan distractores, insinúan salidas falsas y rematan con un tremendo tour de force que deja a todos en shock. Desconozco cuál es la forma de preparar un cuento así, pero imagino que lo primero que viene a la mente es un final a partir del cual se va construyendo todo lo demás, que resultará finalmente accesorio. Para los de este grupo, si es posible, sólo la última frase, cuando no la última palabra, deberá develar todo el misterio, quitar la cortina o abrir la ventana. Hay obras maestras escritas así y creo que es la esquina en la que se congrega la gran mayoría de cuentistas. 
Pero cuando uno lee José Mathias, de Eça de Queiroz, o Por Un Bistec, de Jack London, por lo menos tiene que replantearse éste canon. Estos autores son capaces de tomar un suceso ordinario en la vida de personas comunes y volverlo una obra inmortal. Cómo le hacen y qué es lo primero que piensan es algo que no puedo conjeturar; aquí el final también reserva algo, pero nunca tan extraordinario ni sorprendente como lo que logran los fantásticos de la otra esquina, acá importa la forma en que se dicen las cosas. No es de sorprender que estos escritores también sean grandes novelistas. Pues, siguiendo con la analogía pugilística de Cortázar, éstas ficciones ganan por puntos, sólo que, cosa sorprendente, ganan esos puntos muy rápido, tan rápido que al final uno podría prescindir, si cabe el verbo, de la última frase o, incluso, del último párrafo, y sentir que el autor no nos debe nada, que, aunque no sabríamos decir cuándo, ya ha ganado hace mucho. 
Extendiéndome más allá de los limites del género y haciendo un poco de marrullería, me parece que es ilustrativo traer más novelistas en auxilio para dejar más claro lo que hace nuestro segundo extremo de cuentistas. Kawabata y Marcel Proust pertenecen a una élite de escritores en los que la historia es, y perdón por el exceso, totalmente prescindible. Por eso fue rechazada En Busca Del Tiempo Perdido por los editores, "no entiendo cómo un hombre necesita treinta páginas para decir que tiene que dormirse", dijo un crítico. Tenía razón, eso  no vende tanto como las novelas de detectives. Pero ¡qué páginas! El genio francés toma un acto banal que todos hemos experimentado, ir a la cama a dormir, y lo vuelve arte; y, hay que decirlo en defensa de las letras, arte sólo expresable por medio de la literatura. Pida usted al mejor cineasta del mundo que filme esas treinta páginas y no podrá hacer ni una pálida caricatura de lo que Proust logró. Proust, con perdón, no es Mario Puzo. O tome cualquier novela de Kawabata, La Casa de las Bellas Durmientes, sea por caso. Si la novela terminara después de la primera visita de Eguchi a la casa, Kawabata habría cumplido su trabajo a plenitud, no hay nada que el lector de estos hombres espere del resto de la obra, lo importante es siempre lo que se está leyendo. Pero Eguchi regresa otras cuatro veces, y podría haber regresado cien, y la obra es tan disfrutable en todas sus partes que da la impresión de que podría terminar en cualquier momento o no terminar nunca. Lo importante no es lo que cuentan, sino cómo lo cuentan. Incluso Steinbeck, para traer a alguien un poco más del centro, un hombre tan bueno para la tensión literaria, sin llegar a ser un preciosista como Proust o Kawabata, fue capaz de escribir una novela, El Omnibús Perdido, en la que no pasa nada. No hay violencia, sexo, muerte o cualquier otro de esos recursos que son tan socorridos por los best sellers. Steinbeck se limita a hacer una descripción de personas, paisajes y situaciones que dejan al lector del todo satisfecho, con esa sensación de que ya le ha cumplido con creces.
Para cocinar un buen cuento no se ha inventado todavía, afortunadamente, la receta secreta. He visto cuentos buenos escritos por autores medianos que se quedan en la primera esquina, en donde las cosas son más o menos conocidas; pero nunca he visto un cuento escrito por un principiante que pueda considerarse en la segunda. Cada quién tiene su estilo y cada quien tira de su extremo. En cuanto a los lectores, sólo nos queda calzarnos los libros y esperar a ver, con entusiasmo, de qué esquina salen los siguientes rivales. ¿Y usted, a quién le va?.

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