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Pollo frito

Veo a través de los cristales de la cocina la llegada de un negro sucio acompañado de una mujer muy guapa. En realidad no se trata de un negro, de negro sólo tiene el color; es un chaparro mofletudo que manotea mientras habla con la chica. Debe ser mexicano. La miro a ella mientras saco las dos rejas de pollo que están en el aceite. Las dejo escurriendo y pongo otras en lo que aprovecho para cargar las siguientes piezas empanizadas. Soy un eslabón de la cadena de producción de esta tienda de comida rápida especializada en pollo frito, y no el eslabón más débil, por cierto, ese puesto le corresponde a los novatos. Siempre hay novatos, ahora es Marisol, la cajera. Si en la tienda hay filas interminables se deben todas a ella, siempre a ella. La pareja ya hizo su pedido y espera un poco. La mujer, alta, blanca y de cabello claro sin llegar a ser rubio, sonríe y asiente de vez en cuando. Hasta mí llegan algunas palabras, "serie", "súper interesante", "genial". Parece que el negro está hablando de Netflix, como si a las mujeres les gustara que les hablen de series. A las mujeres no les gusta que les hablen, ellas prefieren hablar. Saco del aceite las piezas ya fritas y las dejo escurriendo mientras pongo las siguientes, después lleno las rejas vacías con más piezas. Es un trabajo de todo el día en el que se calientan las manos y quedo oliendo a pollo frito por cada parte del cuerpo, en especial la cara y el pelo. De vez en cuando tengo qué agregar más aceite, cambiarlo cuando humea, se pone negro y se llena de restos de pan crujiente carbonizado. Levanto la mirada y el gordo ha llenado sus cachetes con un trago gigante de Pepsi. Marisol pregunta por milésima vez en el día al milésimo cliente que si quiere extra queso en las papas o refresco gigante por tres dólares más.
Soy flaco y pecoso, y por norma no como nunca de este pollo de venas reventadas y carne amoratada que nos traen en las bolsas todos los días. Estoy aquí porque no tengo de otra. Si fuera más afortunado, más alto, más guapo, más inteligente y más rico, no estaría aquí. La chica que acompaña al negro mexicano es muy guapa; viste una blusa color crema y un pantalón de mezclilla roto en las rodillas que deja ver una piel clara de tonos rojizos. Me pregunto qué hace ella con el gordo negro mexicano mofletudo. Siento un odio creciente hacia él y saco mi pistola imaginaria mientras me acerco a su mesa. No tiene tiempo de advertir que lo voy a matar en medio del trajín que nos rodea. Alcanzo a escuchar todavía un "te va a encantar..." ¡Pum! ¡Pum!¡Pum! suenan diez ¡Pum! porque le vacío todas las balas de mi Pietro Beretta. El gordo desaparece y sólo queda la chica. Me acerco a ella y le pregunto que si quiere ir a otro lado donde vendan comida buena, comida española, peruana o italiana y no estas porquerías dignas del negro al que acabo de matar. Ella me sonríe y accede, "Me gusta la comida española, vamos a por ella", dice de manera coqueta. La tomo de la mano y caminamos por la banqueta llena de árboles hasta un lugar en el centro. Entramos a un salón español y elegimos una mesa en el jardín. Es casi el fin de la primavera y algunos árboles conservan flores. Ordenamos mientras ella me cuenta que tiene mucho trabajo qué hacer para su máster en negocios. Yo la escucho con atención y le sugiero presentar como proyecto un modelo basado en la comida, concretamente una cadena de restaurantes especializados en el pollo frito. La mano de obra es baratísima, le digo, y las ganancias enormes.

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