Defensa mínima del individuo

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Callar es cómodo. Lo sé por propia experiencia. Constructor y creyente como soy, de los mundos privados más que de los colectivos, he tratado de convencerme siempre, con escaso éxito, hay que decirlo, de que los atentados contra la libertad de los otros no afectará, después de todo, ese ámbito exclusivo en el que, aunque a duras penas, puedo reinar como en la más absoluta de las tiranías. Es claro que en el fondo todos coincidimos, y hablo por muchos de manera intencional, en que la verdadera, la primitiva y la más importante de las libertades es la individual.Es un acierto que en la constitución el primer capítulo trate de las garantías individuales, antes que las colectivas.
"He sufrido, he sido vejado y encarcelado, pero nunca han doblegado mi espíritu", es, palabras más o palabras menos, un argumento que he encontrado repetido decenas de veces. "Soy el amo de mi destino, soy el capitán de mi alma", dice en bellas palabras el poeta Henley. Ejercer esa libertad es privilegio de cada persona y es obligación del estado, manifiesta en el contrato social, garantizar las condiciones, y sólo las condiciones, para que los miembros de la comunidad puedan hacerlo sin cortapisas. Por esta razón he sido un invariable defensor, dentro de los estrechos límites de mi influencia, de los derechos en asuntos de alcoba de los homosexuales, lesbianas, travestis, y demás miembros del continuo abanico de variantes, filias y fobias en el que estamos todos y que enriquece a la humanidad. He defendido también el derecho a dejar de vivir (vivir o no vivir, ese es el problema fundamental de la filosofía, según Camus) o a vivir en las condiciones más adecuadas a los fines e intereses personales. Me he opuesto a la satanización de productores, vendedores, consumidores y todos aquellos que, para fortuna o desgracia, han decidido que sus vidas giren alrededor de las drogas ilegales. Enhorabuena por tomar una decisión a pesar de cargar con un estigma. Me he opuesto a la mentira y a la bandera de dejar pasar, dejar hacer, que enarbolan en su  avance implacable hacia la desindividualizacion los heraldos de Dios en la tierra con tal de recibir en el cielo una estimulante recompensa. He defendido, en fin, todo lo que he considerado sano para la exaltación del individuo, y nada más.
Pero debo hacer un mea culpa por todo lo que he dejado de hacer. En la lucha interminable por alcanzar la libertad individual, los peligros y las trabas no vienen del interior sino del exterior. En particular de las colectividades. No estoy revelando nada nuevo si digo que la sociedad que nos protege y nos hace distintos de los miembros de las hordas y tribus también es la que nos empuja cada vez con más fuerza hacia lo que en el siglo XX se bautizó como el hombre-masa. El hombre que, como la hormiga en la marabunta o la abeja en la colmena, sólo existe en la medida en que sirve a los demás. Servir, sacrificarse, aceptar el mal menor (individual) a cambio de un beneficio global (colectivo) es la idea que nos venden los tiranos y autócratas de todas las tallas y de todos los tiempos. Desde el sacerdote que reclama almas y limosnas en nombre de Dios hasta el militar que pide y sacrifica vidas como cualquier cosa; los jefes, como representantes sumos de la comunidad, son los principales enemigos de la libertad individual. Resulta paradójico que, llevando las ideas avanzadas y garantes de los derechos del hombre producto de la Revolución Francesa, Napoleón haya sido uno de los mas grandes enemigos de la vida. (Un millón de hombres no son nada para mí, señor Metternich) Triste figura la del soldado, el más desindividualizado de los hombres, miembro de un cuerpo, tornillo prescindible de un engranaje que atenta justamente contra aquello que pretende defender: la paz, la familia, la vida, la cultura. El soldado que se ofende y conmueve hasta las lágrimas cuando ve en el suelo, mancillado y a punto de caer en manos del enemigo, el estandarte que representa a su nación, a su ejercito, a su batallón; y que sin embargo dispara con indiferencia, cuando no con franco placer, contra niños, ancianos, mujeres. Como surgido de una utopía orwelliana, el soldado no tiene atributos, no piensa, no siente, no teme; sólo recibe y ejecuta órdenes. Cuando el jefe de la colectividad envía soldados a reprimir está usando un arma más terrible de lo que puede llegar a ser cualquier robot en las modernas películas de ciencia ficción: está usando a un humano desindividualizado.
El sacrificio es comprado por muchos, pero no por todos. Cuando no es evidente que algo nos afecta, entonces el poder al frente de la masa no pide coperación ni sacrificio, en esos casos se conforma con la neutralidad. Si no te afecta, parece ser la consigna, entonces no preguntes, no pienses y no actúes. Tú permanecerás indemne. Pero la neutralidad es peligrosa. Maquiavelo, un hombre que por pragmático en exceso ha sido catalogado por lo menos de cínico ("maquiavélico" es casi un insulto el día de hoy) y Nietzsche, nos han advertido acerca de los peligros de ser neutral. Cuando se nos pide neutralidad porque las reformas, los cambios, las adecuaciones no serán aplicables a nosotros, entonces, por lo menos se nos etiqueta de memos. Estamos degradando al hombre y dándole más poder a la comunidad.
Pero el arma favorita del represor, del poder al frente de la masa, es la exaltación de las anafilaxias internas que viven disfrazadas, como reminiscencias de nuestro pasado tribal, esperando a ser despertadas. En la más grande de las perversidades, el represor activa el percutor que hace saltar en la masa el odio escondido contra el individuo. Así se entiende que, por poner un caso aleatorio como ejemplo, casi todas las personas invariablemente coinciden en negar el derecho a la adopción a parejas homosexuales con pretextos basados en principios religiosos que rezuman intolerancia y estupidez y, aunque nadie lo ve, son en realidad ataques contra la libertad de todos, porque todos somos, en alguna forma y en algún momento, una minoría fácilmente atacable. Para lograr sus fines aviesos el poder azuza al animal que vive entre la masa contra el individuo que no se quiere doblegar.
Dije al principio que callar es malo. Lo repito ahora. Cuando oímos y vemos por todos los medios los mensajes opresivos, ofensivos y amenazantes del poder de la masa, cuando el poder nos exige sacrificio, neutralidad y nos hace temer y enfrentarnos a las minorías, entonces elegimos callar. Hay temas tabú. No hablemos de sexo, no hablemos de política (si no te metes en política la política acabará por meterse contigo, Lenin), no dudes de tus superiores, es la premisa de la que parte la educación. Los dos temas más importantes en la vida del ciudadano que la escuela pretende formar, así como la herramienta más importante que va a necesitar, son evitados totalmente por los burócratas del propio sistema. Mucho se ha dicho que la culpa de que Hitler llegara al poder en la culta Alemania del siglo XX fue de aquellos (todos) que pudiendo alzar la voz en los inicios del movimiento prefirieron la complacencia criminal del silencio. La lección es importante: Cuando el tirano habla y pretende imponernos sus ideas y sus métodos, debemos hablar más fuerte para crear el adecuado contrapeso, de otro modo seremos no sólo cómplices sino propiciadores de nuestra propia destrucción.

One Response to “Defensa mínima del individuo”

  1. Hola, Hitmontop:

    Acabo de leer tu entrada, me parece una buena aportación y en resumen una reflexión bastante acertada, sin embargo, considero que por momentos el texto se vuelve intricado en extremo. Espero podamos discutir sobre este asunto en breve y en condiciones diferentes.

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