La conocí siendo la más acabada muestra de generosidad en la tierra. Era muy bella y ese solo atributo la hacía excepcional, en una mujer así no se busca inteligencia o bondad. Y sin embargo también las tenía, aunque la segunda era superlativa y constituía su más grande cualidad. Era sonriente y afable, sin malicia. Cuando concertamos nuestra primera cita me dijo, a pregunta expresa sobre cómo iría vestida, que iba a ir con lo mejor que tenía, sólo para mí; aquello me hizo sentir en la gloria, un elegido entre los mortales. La tuve entonces por primera vez y al instante comencé a perderla. Acto supremo de mi egoísmo Nietzschiano, apenas la conocía y ya le infligía un cuestionario detallado sobre su vida amorosa pasada y presente y trataba de atraparla y retenerla a mi lado para siempre. Sentía que se iría en cualquier momento y supe entonces, con cruel contundencia, que los celos no son sólo retórica barata en boca de malos poetas, sino un hecho patológico que consume cada instante de ...