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Jarrón con malvarrosas (1886)

La conocí siendo la más acabada muestra de generosidad en la tierra. Era muy bella y ese solo atributo la hacía excepcional, en una mujer así no se busca inteligencia o bondad. Y sin embargo también las tenía, aunque la segunda era superlativa y constituía su más grande cualidad. Era sonriente y afable, sin malicia. Cuando concertamos nuestra primera cita me dijo, a pregunta expresa sobre cómo iría vestida, que iba a ir con lo mejor que tenía, sólo para mí; aquello me hizo sentir en la gloria, un elegido entre los mortales. La tuve entonces por primera vez y al instante comencé a perderla. Acto supremo de mi egoísmo Nietzschiano, apenas la conocía y ya le infligía un cuestionario detallado sobre su vida amorosa pasada y presente y trataba de atraparla y retenerla a mi lado para siempre. Sentía que se iría en cualquier momento y supe entonces, con cruel contundencia, que los celos no son sólo retórica barata en boca de malos poetas, sino un hecho patológico que consume cada instante de la existencia. Ella no le daba mucha importancia y siguió su vida como antes de conocerme. La sensiblería no era lo suyo y no dejó que lo absurdo obstruyera su libertad. Tal vez me quiso a su modo, como se quiere en los albores del siglo XXI donde el contrato civil, no institución como muchos dicen, del matrimonio está en franca decadencia. Ahora las cosas se parecen más a la libertad entre hombre y mujer que pregonaba Einstein en sus últimos días. Yo, que no alcancé a dar el salto entre dos milenios, tengo que hacer firmar tal contrato a una mujer para sentir que es mía.

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