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Stefan Zweig, un deicida en la historia

(Nota: En lo que sigue hablo de historia, con h minúscula, para hablar de ficciones y de Historia, con H mayúscula, para hablar del pasado de la humanidad.)

Espero que nadie me considere cínico en exceso si digo  que existen muchas formas de mentir, y los  historiadores las han experimentado todas. Cuando Herodoto nos dice que Jerjes llevó contra Grecia, en la segunda guerra médica, dos millones de soldados, nos habla de un imposible; cuando Michael Burleigh condena a Jünger y Remarque por fomentar con sus novelas una nueva guerra en la república de Weimar, esta cayendo en un exceso. Uno exagera el parte de guerra para hacer más heroica la gesta de su pueblo, otro condena con odio a todo el que estuvo en las líneas enemigas. Hace algunos años Lothar Machtan publicó un libro, El Secreto de Hitler, en el que se propone demostrar una discutida homosexualidad de Hitler con argumentos que, mutatis mutandis, podrían servir para demostrar que el dictador alemán destilaba virilidad (el lector de este libro encontrará silogismos como: Todo aquél que gusta de la música de Wagner es gay, Hitler era un apasionado de la música de Wagner, ergo, Hitler era gay). Machtan es un ejemplo de lo perniciosa que puede ser la forma moderna de escribir la Historia. El autor presenta un conjunto de datos no necesariamente falsos, antes bien factibles o comprobables, y, sin añadir opiniones personales,  pretende que el lector se forme una idea propia. Pero los presenta en un orden tal, y con una edición y selección tales que inducen en realidad la idea que el historiador quiere. Esta forma de inducir una idea ha sido muy bien aprendida por los editores de los periódicos, que no dicen mentiras, pero editan los datos para presentar su propia versión de la verdad. No quiero decir con esto que Machtan y Burleigh o, menos aún, Herodoto y los periódicos, sean totalmente deshonestos y recomiende no leerlos, al contrario. Sólo están atados a una humana condición que nos hace ver las cosas distintas. Ya  lo dijo muy bien Paco Ignacio Taibo II, no es mentiroso quien cuenta, el problema son las pocas luces de quien escucha o lee. Pero si de mentiras se trata, mentirosos profesionales son los novelistas, que viven de escribir historias falsas, una manía acaso enfermiza que, de no tener ganada una buena reputación milenaria, posiblemente (y este es un serio atrevimiento de mi parte) sería condenada por racionalistas de línea dura como Sagan o Dawkins y, esto sí ha sucedido, por líderes religiosos y dictadores.
El término "deicida" en literatura ha sido usado por Mario Vargas Llosa para calificar al tipo de narrador omnisciente que aparece como personaje principal en la mayoría de las novelas y las ficciones en general. El deicida suplanta a Dios y puede penetrar en las mentes y en las conciencias, en el tiempo y en el espacio, sin ninguna dificultad. ¿Quién más, si no el mismo Dios, puede saber lo que pensó Peyton Farquhar durante el segundo que tardó en caer desde los durmientes del puente en Owl Creek hasta que la soga se cerró sobre su cuello, dos metros abajo, causándole la muerte? Ambrose Bierce es un deicida. Así dicho, esto puede parecer chocante (el novelista colombiano Fernando Vallejo critica duramente cada que puede esta forma de escribir historias). ¿Cómo puede alguien, que en principio quiere contar algo verosímil, pretender que el narrador  lo sabe todo? ¿No es más chocante todavía que alguien pretenda suplantar a Dios a la hora de escribir la Historia? Pues eso es precisamente lo que hace Stefan Zweig, un buen conocedor de la Historia francesa. Zweig, aparte de ser un gran novelista, se dió tiempo de escribir libros como El Mundo de Ayer y Momentos Estelares de la Humanidad, o biografías: Fouché, el Genio Tenebroso y María Antonieta, en los que no deja nunca su estilo de novelista. Y es que a diferencia de Flavio Arriano, uno de los historiadores más honestos que he leído, Zweig no duda. Mientras el romano compara versiones, da opiniones y, ante la incertidumbre, deja la decisión final al lector, el austríaco lo sabe todo acerca de sus personajes. No todo acerca de números o fechas, datos que aparecen sólo de manera esporádica, como perdidos en sus libros, sino acerca de algo más importante: la sicología. Zweig es un excelente sicólogo capaz de exponer todas las miserias del hombre en unas cuántas líneas. Para él los hombres no son héroes haciendo Historia, sino piezas de ajedrez arrastradas por ella. Algunos, como Fouché, aprovechan el momento y no nadan contra corriente sino, de manera más inteligente, se dejan llevar por ella. Otros, como Robespierre, mueren en el intento:

1) Un soldado con muchos años de campaña, gris, mediocre y sin iniciativa tiene en sus manos, por un instante, el destino de Napoleón, y con el el de Europa entera, justo el día en que se libra la batalla de Waterloo; este hombre, incapaz de contradecir una orden recibida del Emperador, no cede ante las súplicas de los generales que le ruegan acudir de inmediato hacia donde los cañones suenan. Ha recibido la misión de perseguir a Blücher y eso es lo que hará, lo demás no le importa. Napoleón y Wellington, mientras tanto, se traban en un combate tan equilibrado que el primero que reciba refuerzos será quien gane ("una sola mota de polvo decantará la balanza"). Cuando al final de la jornada ven a lo lejos una vanguardia saben que la suerte está echada. Instantes después una ola de espanto recorre las líneas francesas: la avanzada es del ejército prusiano comandado por Blücher. Pronto el centro francés cede a la desbandada y el imperio se hace trizas; cuando con la noche llega el silencio, nuestro soldado se estremece. Permaneció inmóvil, incapaz de acudir al llamado. Acaba de escribir, sin saberlo, una página en la Historia.

2) Una niña de siete años, hija de una prostituta, pide limosna a la marquesa de Boulainvilliers. Ésta, al descubrir que la niña es de sangre noble, la educa y cría por su cuenta y le sirve como madrina ante la nobleza francesa. Casada más tarde con un militar, la entonces joven y muy linda mujer empieza a lucrar con su apellido y se concede a sí misma el título de Condesa de Valois de la Motte. Por medio de un adivino influye en el frívolo y muy reputado cardenal de Rohan que quiere ser primer ministro de Francia a pesar de tener en contra la opinión de la reina. La mujer se hace pasar por amiga íntima de María Antonieta y le promete al cardenal que le hará llegar sus cartas. En efecto, el  noble envía cartas que contesta la misma embaucadora, la cual se las arregla para, a nombre de la reina, sacarle cada vez más dinero al incauto. Para darle un toque de credibilidad consigue que una prostituta parecida a María Antonieta se entreviste con aquél al amparo de la noche en uno de los jardines reales. Sin defensas ya el cardenal, y creyéndose el primer ministro de Francia, la "Condesa" da el golpe maestro. Le hace saber a su víctima que la reina quiere comprar un collar, una joya carísima creada para la amante del difunto Luis XV, para lo cual pide su aval. Convencido, firma los pagarés y entrega la joya a un criado de la mujer. La reina, hasta ese momento, no ha oído hablar de la timadora. Llegada la fecha del primer pago, los joyeros reciben la confesión junto con una recomendación: habrán de cobrarle a Rohan, el cual, para salvar su reputación tendrá que pagar. Pero los joyeros van directamente con Maria Antonieta, y ésta, al enterarse del timo monta en cólera y manipula a Luis XVI para que humille públicamente al noble. La reina es saciada en sus deseos de venganza pero la detención pública del obispo, justo cuando iba a oficiar misa, así como el proceso, enfurecieron a la nobleza. La  limosnera había cumplido su papel histórico: puso en contra de los reyes al segundo estado en vísperas de la revolución francesa. Los reyes y la mujer murieron pocos años después, guillotinados unos, por suicidio la otra.

3) Un sacerdote joven llega a Lyon, bastión reaccionario que se ha sublevado contra la Revolución. Francia se debate a muerte: con todos los imperios de Europa en el exterior,  contra la reacción en el interior. El hombre no quiere derramar sangre. Antes ha estado a cargo en Nevers y la ha controlado sin matar a nadie. Pero los tiempos suceden rápidamente, lo que ayer era una virtud ahora es un vicio; la compasión de ayer ahora es traición. El Terror ha comenzado. Llevado por las circunstancias, el sacerdote no duda en  amarrar decenas de hombres ante un cañon y fusilar a ese amasijo nervioso. El hombre acababa de dar uno de los muchos virajes ideológicos que dará en su vida. Como Italia en las guerras, siempre quedaba del lado del vencedor.

Así son los personajes históricos de Zweig, ellos no hacen la Historia: la sufren. El primero es Emmanuel de Grouchy, general de Napoleón; el tercero es Fouché, un personaje que en su juventud jugó cartas con Robespierre y de sangre tan fría que cuando Bonaparte lo amenazaba de muerte, simplemente respondía: "No soy de esa opinión, Sire". La mujer es Jeanne Valois y la historia, que parece salida de la pluma de Dumas es cierta. Al respecto dice Zweig: "Tal como el asunto del collar se desenvolvió, es lo más inverosímil de lo inverosímil, en forma que no sería aprovechable, por su falta de credibilidad, ni para una novela" (Dumas, en efecto, la volvió novela, aunque en esta ocasión el autor de Los Tres Mosqueteros, tan dado a los excesos, fue superado por la realidad). ¿Siente Zweig alguna simpatía por esos personajes? Difícilmente. A diferencia de los biógrafos modernos, que cuando terminan de escribir la biografía están enamorados del personaje, Zweig los desnuda de tal forma que causan repulsión. Al novelista todo le es transparente. El deicida también ha resultado un excelente historiador: comprende con más profundidad los tipos humanos justamente porque su actividad literaria se lo exige. Los buenos novelistas son creadores de realidades alternas. Para lograr tal proeza no hay más que ser fieles a los personajes. El novelista, igual que el historiador, no puede, o no debe, mostrar sus  simpatías u odios cuando escribe. Ese es un error grave que cometen muchos cuando pretenden dar vida a personajes viles y abyectos. El mal escritor los censura, los mata, y con ellos la ficción completa. En cambio, por poner un ejemplo contemporáneo, Rafael Leónidas Trujillo, en La Fiesta del Chivo, es capaz de, incluso ahora, convencernos de que tiene razón, de que la forma en que actúa es la única en la que lo puede hacer, y que por demás algunas veces es la correcta. Cuánta vida puede darle un novelista a un personaje histórico. Por eso el papel de Stefan Zweig es imprescindible, él nos ha enseñado cómo se debe tratar a un personaje. Y también nos ha sugerido que tal vez lo que deberían hacer los malos historiadores, antes de escribir la Historia, es escribir historias.

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