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Campamento de Gitanos (1888)

La tradición decía que no pertenecías al grupo hasta cumplir con el ritual de iniciación. Bebíamos algunas cervezas los viernes por la tarde y soltábamos, justificados por la embriaguez, mentadas de madre para nuestro jefe, el licenciado Pinzón. Otras chelas, compadrito, lánzate al oxxo por un six de Indio, yo invito. Jaramillo no aguantaba tres caguamas contadas y perdía el juicio sin remedio. Conste, Carlitos, que te dejamos beber con nosotros por puro buen plan, todavía no estás admitido en éste selecto club de los oficinistas más jodidos de la Pérez y Asociados, Compañía de Seguros. Yo agradecía a Jaramillo, y a todo el que quisiera oír, la deferencia. Al paso al que voy no seré nunca del clan, compadre, ya sabe usted que yo soy hombre de una sola mujer. Ésto, desde luego, encendía los ánimos y hacía correr más alcohol. ¡Nombre, Carlos! si a la Flor le importa un pito, ya cógetela, cabrón. Flor era la secretaria de Pinzón y los contadores y el actuario, cuando bebedores sociales, juraban haber cogido con ella por lo menos una vez, ésa era la condición para ser aceptado. Yo tomaba la Indio y tomándome un trago, me lamentaba haber rematado trabajando en la Pérez y Asociados, la aseguradora con más denuncias en Profeco, junto con esos tipos que, el colmo de mi vida social, eran mis únicos amigos en la ciudad. Ya mero cae, decía yo para calmar un poco las exigencias de los cerebros financieros, la estoy cocinando a fuego lento, a la Flor, todo es cosa de que Pinzón se descuide. ¡Así se habla, mi buen!. Chester estaba más animado que yo con la idea de que le bajara, aunque fuera por una noche de pachanga, la mujer a Pinzón. Y de aquí nos vamos al Calígula, pa caerle a las nenas temprano. Yo, como si no hubiera escuchado, le daba otro trago a la cerveza y veía el reloj esperando, no muy decidido, la hora de irme a mi cuartito, allá en la República de Perú, a seguir leyendo.

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