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Tres miniaturas lunares

Uno
Entra con seguridad y busca con la mirada, ya hay pocos lugares libres, los suficientes para que haga una evaluación y decida por uno que está a mi lado. Yo la miro con todas la reservas de asombro que tenía guardadas para cuando descubriera a los reyes magos. Su uniforme es de un rojo opaco, casi café, sobre el que hay algunas rayas azules. -Buenos días -dice mientras gira a su izquierda- Soy María y tengo clases en este salón. Yo me quedo callado por unos segundos mientras ella sonríe. Me he acostumbrado a hablar poco y estoy embobado; quiero voltear a ver si saluda a alguien detrás de mí pero pienso que eso sería bastante tonto. -Buenos días, soy C y también tengo clases en este salón -digo haciendo de tripas corazón. -¡Hola, C! ¿De qué kinder vienes? Ella tiene los ojos verdes de mi mamá y una naricita respingada que hace que no pueda quitarle los ojos de encima, a pesar de que estoy muy nervioso. Su pregunta me hace sentir especial en un día en el que desde la mañana he tenido ganas de llorar. Tal vez estoy callado mucho tiempo porque ella dice: - Yo vengo del Frida Kahlo y siempre uso calcetas combinadas, mira, estas son roja y azul, como la bandera de Francia. Yo no conocía la bandera de Francia y durante mucho tiempo confundí la posición del rojo y el azul en ella; estoy sorprendido pero esta vez me apresuro a responder. -Yo vengo del jardín de niños Primavera y no conozco Francia, cuando sea grande quiero ir. - Cuando vayas tienes que ponerte una calceta azul y una roja -me dice sonriendo- así lo acostumbran los franceses, sobre todo cuando hacen el homenaje a la bandera; los niños y las niñas llevan zapatos blancos y calcetas azul y rojo; cuando vayas te darás cuenta y te acordarás de mí. María fue mi primera novia y una mujer extraordinaria que cambió mi vida. Años después de aquel primer día de clases, y cuando ella ya estaba con alguien más, me subí a un avión directo a París llevando un calcetín azul y otro rojo, también llevaba zapatos blancos.

Dos
Estaba por salir de la preparatoria cuando recibí la noticia de que mi maestro de física pensaba reprobarme. Era un señor gordo de unos 50 años que se equilibraba sobre unos tenis con suela curva porque le habían vendido, cara, la idea de que usándolos iba a bajar de peso. Subió. Yo sentía que el problema del tipo conmigo venía de mi manía de cuestionarlo y dejarlo en ridículo frente al grupo cada vez que podía, y podía muchas veces. Era un ingeniero civil que de vez en cuando la hacía de topógrafo y además acosaba a sus alumnas, incluida Marisol, mi novia. Y tan desobligado que alguna vez -no había dado clases en todo el parcial porque llegaba, sacaba unas copias y se ponía a leer- nos pasó al frente por orden de lista y nos pidió que anotáramos la calificación que creíamos merecer. Yo me puse un ocho, fui el único, los demás se pusieron diez. En fin, no era el peor maestro que había tenido pero por aquellos días tenía muchas ganas de desaparecerlo de la tierra. Alternadamente siento deseos de desaparecer de la tierra a alguien y esa vez era él. No lo maté pero hice algo mejor. La idea se me ocurrió un sábado, yo había ido al club de ajedrez y lo vi tomando de una botella de litro y medio de agua, casi seguro estaba crudo, y supuse que dentro de  poco iría al baño de profesores. Yo sabía que en ese baño, por obra y gracia de los albañiles y demás idiotas que mal construyeron el edificio, había algunos cables eléctricos saliendo muy cerca de uno de los urinarios. También sabía que no tenían corriente pero que bastaba con subir el switch adecuado en el tablero de control junto a la dirección. Entré y conecté los cables con los alambres de la pastilla deodorizante que se hundía en orines cuando no lavaban el baño en días. Estaba limpio pero bajé la palanca hasta que el agua llegó a los cables. Salí tranquilo sin que nadie me viera y esperé unos 15 minutos antes de ver al regordete majadero meterse en el baño y después de diez segundos de gracia, le carbonicé el pene subiendo el switch que estaba en el tablero junto a la dirección.


Tres
Muchos meses más tarde me acordaría de la frase con la que me topé aquel día en la biblioteca. Se cuenta, se escribe y se lee desde hace siglos que el sultán Mehmed II exclamó al contemplar un bosque de turcos empalados por el príncipe Vlad Dracul: "¿Qué hacer contra un hombre así?" Yo recién acababa de conocer a M en aquella misma biblioteca algunos días antes y salíamos juntos a comer. Ella estudiaba letras hispánicas en la modalidad abierta y yo había dado por perdido mi semestre en la ESIQIE. Llegábamos por la mañana, leíamos, escribíamos y platicábamos en voz baja. Yo estaba leyendo algo sobre Rumania y la supervivencia de su lengua a pesar del embate de los pueblos eslavos y ella repasaba a los escolásticos. Quizá con el velo de misterio que nos cubre al principio, ella escuchaba con interés mis monólogos cortos sobre la imposibilidad de Dios y mis alternativas Darwinistas-Dawkinistas a las explicaciones divino-escolásticas a la moral y los tabúes. Desde el principio dejó claro que no soportaba a las personas que malgastaban su vida y su tiempo en cosas inútiles y yo la apoyaba mientras me preguntaba si el futbol y el ajedrez caían dentro de la categoría de lo inútil; también apreciaba mucho a la gente disciplinada que regía su vida por la agenda y el reloj. Me insistió en la importancia de especificar las metas en la vida, sobre todo las metas acompañadas por planes concretos para lograrlas. Yo me defendía lo mejor que podía haciendo malabares para presentar como una meta con un plan estructurado y análisis FODA mi idea de ser ingeniero químico, aunque en realidad ya no me atraía tanto. Así que no fue sorpresivo para mí, aunque no por eso menos doloroso, el día en el que me dijo que ya no quería convivir conmigo con unas palabras que me recordaron a las de Mehmed II: "Mira, C, la verdad no sé qué hacer con un hombre como tú."

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