Cuatro minutos

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Yo soy Claudio y esta es la histora, más o menos, de cómo mi primo El chino pasó de ser el orgullo a la deshonra de la familia en cuatro minutos. Nació en el 2001 poquito después de que se cayeran las torres gemelas. Mi tía Rosita, que siempre ha sido argüendera y chismosa, se pasó los últimos días de su embarazo viendo por la televisión y con el Jesús en la boca lo que todos pensábamos que era el inicio del fin del mundo. ¡Pum! Un avión chocó contra la torre norte del WTC el once de septiembre y mi tía, ¡Ay, santísimo!, casi malpare frente a la televisión. ¡Pum! un segundo avión chocó en vivo contra la torre sur y mi tía, ¡Poder!, se nos estaba desvaneciendo en la sala. La tuvimos que arrastrar entre mis primitos y yo hacia la cama y con pañitos de alcohol la trajimos del letargo. ¿Que si mi tía tenía familiares en Nueva York? Para nada, lo más lejos que llegó la familia fueron las ciudades de Cancún y Playa del Cármen donde mal vivían lavando manteles. No, mi tía siempre fue así, bastante sentimental. Y esa sensibilidad la heredó mi primo El chino, tal vez por causa de aquellos váguidos del once de septiembre que lo dejaron sin oxígeno durante unos minutos.
El caso es que ya de chiquillo lloraba por todo, hasta cuando López Obrador perdió las elecciones del 2006 se soltó llorando junto a mi tía Rosita. Esos lloriqueos y su constitución enclenque le hicieron pensar a mi tío Reginaldo que El chino se estaba volviendo medio puto y pidió que lo dejaran de consentir, nada de que mi tía se durmiera con él o que jugara a la casita con sus hermanas. Le regaló un balón de futbol pero era tan malo que de la portería no pasó y más bien lo agarraban mis primos de recoge balones. Que mi primo Chucho tenía un balón botando en el área, ¡Pum!, lo pateaba con furia hasta el patio de los vecinos y allá iba El chino a buscarlo. Aquello del futbol no funcionó y a mi tío le cansó verlo fracasar. Así que le intentó con el box; lo sentaba con él a ver las funciones de los sábados por la noche. ¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! arriba, abajo y volado, eso sí le gustaba a El chino. Márquez contra Barrera, Márquez contra Pacquiao, otra vez Márquez contra Pacquiao y otra y otra. Esos fueron buenos tiempos para hacerse boxeador. Pacquiao, El devorador de mexicanos era rapidísimo, incansable, disciplinado y cristiano. Así quería mi tío Reginaldo que fuera mi primo, y para eso lo empezó a llevar a un gimnasio en donde el pobre se veía más flaco y más jodido con los guantes de ocho onzas que le enjaretaban. Pesaban un chingo pero él seguía tirándole al costal. Eran golpecitos suaves, que apenas lo movían pero ahí estaba él con ganchitos y combinaciones a lo Finito López.
El día de su debut tenía diez años y fuimos todos a verlo en una pelea de exhibición a tres raunds. Se movía dando pasitos cortos más propios del baile que del viril deporte de los puños, pero no se cansaba nunca. Soltaba uno-dos y salía; arriba, abajo, ganchito al costado nomás pa ablandar al rival. En la esquina mi tío Reginaldo se desgañitaba gritando ¡Eso! ¡Eso! y mi tía Rosita se deshacía en llanto. Ganó más por empuje y por estilo que por haber conectado buenos golpes. Más bien su rival estuvo parado en el centro del ring tirando golpes a lo pendejo que pasaban siempre a un metro de El chino que se había salido del terreno en corto antes de que su rival moviera el puño. Uno-dos, ¡Pum! ¡Pum! ¡Arriba El chino! Lo empezamos a respetar al fin.
La atención de mi tío se centró en ese, el hijo último, más que en Chucho y Salatiel, esa pareja de raterillos y calaveras. Lo llevaba a correr por las mañanas sus religiosos cinco kilómetros a campo traviesa por las afueras del pueblo en medio de plantíos de cebada y hortalizas. Mi tío, muy huevón siempre, se calzó bien en el papel de entrenador y lo seguía, despacito, en la camioneta mientras escuchaba corridos de narcos. Después de sus cinco kilómetros, El chino se bañaba y se iba a la escuela hasta la una de la tarde. De dos a cuatro hacía las tareas y para las cinco ya estaba montado en la F-150, mi tío orgulloso al volante, para irse al gimnasio. Trotaba, saltaba la cuerda, golpeaba la gobernadora y remataba con cinco raunds en el ring, siempre contra rivales más grandes y más pesados, y a todos les surtía con su estilo chingaquedito. Lo importante siempre es el estilo, decía el entrenador, no te despatarres por tirar un golpe fuerte. Mis primos y yo fuimos a varias peleas de El chino, todas las ganaba. 
Tal vez fuera por esa vida disciplinada llena de escuela y deporte o porque no le gustaba convivir con nosotros (malas compañías donde las haya), pero lo cierto es que nunca le vimos reprobar una materia o ponerse una peda. Nada, el chamaco te hacía sentir pecador nada más con existir, pero como era bueno pa los putazos, ni quien le dijera nada.
El salto grande de verdad lo dio cuando compitió por el campeonato estatal de su categoría. Pelear en los pesos bajos en México no te garantiza triunfos, al contrario, en este país somos flacos, correosos, y hay montones de boxeadores buenos del minimosca al pluma. El rival de El chino era un moreno de músculos marcaditos y bastante fuelle que, váyase a saber si nomás por joderlo le decían El guapo cuando el tipo de verdad era feo.
Feo y marrullero; desde el primer raund empezó con abrazos y golpes bajos, pero por detrás. Sí, el pinche guapo no soltaba golpes a los riñones sino nalgadas suavecitas, acompasadas, rítmicas y El chino se sonrojaba con ese tamborileo. -Pinche puto -gritaba mi tío Reginaldo- con ganas de subirse él a partirle la madre al guapo. ¡Pero qué va! aparte de maricón, El guapo pegaba como patada de mula. Ya en el tercero El chino cargaba un corte en la ceja derecha venida de un volado limpio que le trabó el, nunca mejor dicho, manos largas guapo.
En el séptimo todos estábamos preocupados, porque esa sí que la perdía el primo, cuando después de un abrazo El guapo le acarició -sí, no les pegó ni los palpó, los acarició- los huevos. ¡Chingas a tu madre! -pensé. -¡Chinga a tu madre! -gritó el tío Reginaldo. El chino pasó de blanco a colorado y después a blanco otra vez. Mi tía Rosita paró de llorar y el réferi separó a la pareja con una advertencia para El guapo. ¡Chingada madre! Entonces sí que se enfureció El chino. Recto a la boca repetido como pistón, izquierda-derecha, seguido por un gancho al hígado y un uper que le levantó el mentón a El guapo y lo dejó, por un ratito, fuera de este mundo, un ratito nada más. Como en cámara lenta bajó los brazos, alzó la cara y puso los ojos en blanco. Ese fue el momento y ahí estaba la derecha limpia, sabrosa, plena de El chino que entró de lleno en la mandíbula y mandó como costal al maldito delincuente ese. Nada más caer el rival, El chino, siempre derecho, corrió a su esquina para esperar el conteo de rigor, pero sabíamos todos que era inútil, el hombre estaba K. O.
Quizá por pena con mi primo o porque él mismo no mencionó nada, nadie trajo a cuenta el asunto de los manoseos en el ring. Celebramos con cervecitas y coca-colas y aplaudimos todos. El chino, con corte en la ceja y enojado todavía, ya era premio estatal de la juventud, se lo había prometido el gobernador, y venía la profesionalzación.
Llevaba ya El chino diez peleas en lo profesional cuando tocó aquella contra El basuras Vilanova. El box repele a los niñitos bien y atrae a muchachos de barrio, humildes, eso es bien sabido; pero el pinche basuras de plano le exageró. Era, cuando más chamaco, un recogedor de basura en Chimalhuacán, ya ven que esa es la actividad de todo el pueblo, y para no olvidarlo se había puesto ese apodo infame y su jefecita llevaba una campana de camión de la basura a todas sus peleas. Chingada madre ¡cómo hacía ruido con ella! Pero hay que decirlo, El basuras Vilanova no era un hombre feo. Era prieto, sí, tirándole más bien a negro, pero de negro también tenía el cuerpo, alto, musculoso, de espalda ancha que hasta se le marcaba el trapecio cuando tensaba el torso. Su cara también era fuerte, de boxeador, mandíbula cuadrada y barba como de tres días.
La pelea se pactó a once raunds en el superpluma, que era un poco arriba del óptimo para El chino. Todo bien con la pelea hasta que se hizo la ceremonia del pesaje -el chino tuvo que comerse unas barras de proteína y El basuras Vilanova tuvo que mear sangre y pesarse desnudo- y el careo entre los peleadores.
Mi tío Reginaldo, mi tía Rosita y mi primo El chino estaban de un lado y El basuras Vilanova con su santa madre y la campana por el otro. ¡Adelante! -dijo el promotor- y los boxeadores dieron un paso al frente. Esa ceremonia se hace siempre para picar a los gallos, para que se odien con ganas y se trencen ahí mismo si fuera posible. El chino y El basuras pusieron la más aguerrida de sus caras y se acercaron mucho, tanto que podían sentir la respiración el uno del otro. Había fuego saliendo de los ojos de El chino y cuchillos de los de El basuras. Llovieron flashes, se hizo el silencio. El ambiente se tensó; si no los separaban tal vez se armaban los mazapanazos ahí mismo. Pero no, no los separaron. Faltaba el reportero de Televisa, también el de Cadena Tres. Estaban ahí, pero los pendejos no habían preparado nada. Que si un cable faltaba, que la lente de la cámara no era la buena.
Mientras tanto el tiempo pasaba y las miradas de los guerreros había pasado de fijarse en la pupila del adversario a recorrer las formas del rostro. Unas cejas marcadas, una venita alterada en la sien. Mi primo empezó a tragar saliva. Los ojos de El basuras ya no estaban tan abiertos y parecían más bien ausentes. Era un negro con los ojos claros, enmarcados en en una globos oculares muy blancos, sin arterias o carnosidades. Su nariz era ancha, pero no tanto como para parecer africano. Las respiraciones se hicieron pausadas, calientitas, cercanas. Mi primo contenía una sonrisa y El basuras lo miraba ya no con odio sino con cariño. Era inevitable lo que siguió, mi primo no se pudo contener ante el negro que tenía enfrente y estiró la mano para acariciarle el pómulo. Mi tío Reginaldo abrió la boca, se ve en los videos, y mi tía Rosita empezó a llorar. Entonces El basuras correspondió con otra caricia, se acercó a El chino y lo besó. ¡Chingada madre! ¡Pum! mi tío Reginaldo reacciona y le suelta un putazo a su hijo. ¡Pum! Mi tía Rosita se desamaya. ¡Tan! La mamá de El basuras le suelta un campanazo a mi tío que le hace sentir el sabor metálico de la sangre entre sus dientes y él se lleva la mano a la boca conteniendo las lágrimas y sintiendo con dolor cómo se rompe, junto a sus incisivos centrales, su hombría incólume por 50 años. Los reporteros, grabando ahora sí, piden a coro: ¡Beso! ¡Beso! y El chino y El basuras empiezan el primer raound de su pelea más difícil y más importante y entienden ahí mismo que el amor es una batalla como las de antes, esas que no terminan hasta que uno de los dos cae, extenuado, a los pies del otro.
El chino y El basuras se casaron ya. Aprovecharon la ley de matrimonio igualitario en la Ciudad de México. El tío Reginaldo no los va a perdonar nunca, el asunto se volvió noticia internacional y a él se le quitaron las ganas de vivir. Mi tía Rosita siguie llore y llore por sus hijos, Chucho y Salatiel están en la cárcel, y yo no dejo de pensar que todo fue por no separarlos antes, por dejar pasar pinches cuatro minutos.

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