La historia de la rata

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Hay una rata viviendo en mi biblioteca. A través del espacio, si ausculto con interés los vientos de la noche, puedo sentirla. Su movimiento es inteligente, nunca cuasiestático o imprudente, inteligente más bien. No es una rata chica temerosa de los humanos o de los gatos, cohabita con ellos. Durante el día duerme debajo de un librero, en un espacio que ha acondicionado con papeles sin importancia, virutas de madera y hojas de libros. 
Mientras el día caluroso transcurre ella duerme alerta buscando a veces la oportunidad de salir e ir por la comida del gato, los huesecillos del perro, tal vez por el maíz de las gallinas o, si es muy atrevida, por los plátanos para los puercos. Vive en la biblioteca porque se ha dado cuenta de que es el lugar más tranquilo de la casa, nadie se para por ahí como no sea a verse en el espejo que colgué junto a la puerta, y ese acto de vanidad lo tienen mis hermanos una vez al día, casi siempre por la mañana mi hermana y por la noche mi hermano, el resto del tiempo es un lugar tranquilo. Afuera está la cocina, siempre con aceite, cáscaras, fideos, restos de carne, granos... para ella debe ser lo que para mí es el Walmart, un lugar excitante en el que está eso que necesito y consumo. 
Me pregunto cuánto tiempo le tomará devorar a los clásicos grecolatinos que me esperan desde hace años en los estantes superiores. Estoy seguro de que es capaz de terminarlos antes que yo. Con seguridad una de las esquinas, esa donde ella se oculta, está ahora humedecida por su orina. Además de los olores a madera y a polvo, a plástico y a tabaco que ya tienen mis libros, ahora, los que sobrevivan a esta catástrofe, tendrán también olor a orina de rata. Sus pelitos grises, sucios están ahí también, llenando de pulgas toda la sección de libros de arte, la de cocina y la Enciclopedia de México. 
Digo biblioteca no sólo por sonar interesante, sino porque me parece el nombre más adecuado. Es una biblioteca pequeña, pero biblioteca al fin. Pues bien, el problema mayor con que ella esté ahí adentro no tiene qué ver únicamente con su presencia, sino con la posibilidad, a priori de un medio, de que efectivamente sea rata y no ratón, y por lo tanto pueda, dentro de poco tiempo, tener una camada de unos ocho o diez ratoncitos. Leo en internet: "Una vez que empiezan los ciclos reproductivos, las camadas comienzan a sucederse una tras otra, escalonadamente, con una diferencia de tres o cuatro semanas aproximadamente, gracias a que las hembras de ratón son poliéstricas contínuas." Esto implica una potencial sucesión a la Fibonacci que pronto haría (¿hará?) rebosar mis estantes de ratones, ratitas y ratotas. 
Así como el señor Monsiváis tenía una biblioteca en serio llena de gatos, yo también tengo la mía, que pronto estará, cómo no, llena de ratas. Ratas. El nombre genérico es el que ha usado siempre mi madre para esos animalitos. Para ella todos son ratas, al extremo de que no recuerdo haberla escuchado nunca usando la palabra "ratón". Por lo mismo esta palabra, como muchas de las que mi madre no usa, me suenan frías, lejanas, pretenciosas. "Ratón" casi siempre la escucho matizada por una aposición que vuelve familiar al roedor: "ratón vaquero", "ratón Mickey", "ratón del campo" o, nunca mejor dicho, "ratón de biblioteca"; en cambio "rata" invoca para mí a ese animal que roe el maíz, la madera, los botes de plástico y sale corriendo cada que ve a un humano para meterse en los hoyos más infectos e insalubres. Pues esta diferencia entre las bibliotecas de Monsiváis y mía, entre el mus y el felino es la misma que hay, creo, entre los escritos de don Carlos y los míos. 
Si tan sólo la rata hubiera acabado con la libreta donde tengo escritas y comentadas mis partidas de ajedrez. Pero estoy seguro de que esas no las ha tocado, como tampoco mi colección de dibujos o las fotos de mis viajes. Ella se tiene qué ensañar con lo valioso, con los libros de Proust, con los de Joseph Campbell... que no haya leído ninguno no le da derecho a roerlos. ¡Malvada! déjame aunque sea unas páginas. 
Anoche pude sentir, a través de las montañas cómo salía y corría desesperada de librero en librero hasta alcanzar la ventana. Los ratones cuando se desplazan lo hacen moviendo muchas veces por minuto esas patitas que sostienen su cuerpo desproporcionado. Cruzó por la ventana y bajó corriendo hasta la puerta de la cocina. Atrás del refrigerador encontró refugio. También agua porque el sistema de enfriamiento no funciona bien y se hacen hielitos a lo largo de la tubería de cobre que conduce los enfriadores. A esa hora Mishi salió a buscar aventuras en el patio aferrándose a una esencia felina que ya no le pertenece. Mishi lleva una vida plácida durmiendo todo el día, comiendo en exceso y sin ningún tipo de deseo sexual porque un veterinario lo capó. Lo que menos le preocupa es la presencia de una rata en la biblioteca, si por él fuera dormiría acolchado sobre el cuerpo peludo de ella. Además, con el tamaño de este roedor, no sería sorprendente que lo atacara un día si se cruzan por ahí en alguna puerta. Así que mientras Mishi juega haciendo desfiguros en el aire para atrapar chicharras, la rata domina por completo esa parte de la casa que va de la cocina a la biblioteca y de regreso; ahí tiene comida y refugio, nada más le falta encontrar una pareja para reproducirse y convertir la situación en una pesadilla.

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