Una sesión de catársis en Neuróticos Anónimos

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Como parte de un proyecto escolar, mi amigo Carlos y yo fuimos de visitantes a un grupo de Neuróticos Anónimos en el DF. Todos los detalles a continuación son reales, algunos nombres han sido cambiados. Como deferencia a los (posibles) lectores, he dividido el relato en etapas. Esta es la segunda:

-¿Cuánto tiempo tengo que estar acudiendo al grupo para curarme?. Formulé la pregunta al menos tres veces, y las respuestas fueron evasivas: "Nadie puede curarse nunca", "la enfermedad no descansa", "dependerá de tus necesidades".
Neuróticos Anónimos, al igual que su papá, Alcohólicos Anónimos, y en general todos los grupos de autoayuda, funcionan más o menos así: te cambian una adicción por otra. Esa es la razón por la que alcohólicos y drogadictos tienen grandes probabilidades de ser fanáticos cristianos. En vez de buscar la autonomía que te hará independiente y libre, te enrolan en una dinámica en la que sólo puedes sobrevivir si acudes varias veces por semana a las sesiones. Algunos no pueden sobrellevar un par de días de su vida alejados del grupo. Visitar esos lugares se convierte en la única válvula de escape que les queda, la única que conocen.
La sesión se volvió un fiasco justo después de que Gloria cedió el uso de la palabra. El hombre de barbas no dejó de mirarnos y decidió que "ésta y la próxima" estarían dedicadas a nosostros, y nos instó una y otra vez a pasar al frente. Si alguno, yo, por ejemplo, dedicidía participar, llevarían a Carlos a un lugar aparte, para que no pudiera oirme. Así hablaría fácimente acerca de él o acerca de amigos en común si fuera necesario. Bien pudimos haber soltado un par de historias de terror para que no se sintieran tan importantes, pero fieles a nuestra idea de alterar lo menos posible el ambiente decidimos no hacerlo.
Todos los miembros del grupo pasaron brevemente a darnos la bienvenida:
-Yo soy Flavio, y soy un neurótico más. -Yo soy Alejandro, y soy un neurótico más. -Yo soy Fernando, y me identifico como un neurótico más...
-¡Hola, Flavio! -¡Hola, Alejandro! -¡Hola, Fernando! -¡Hola a todos!
Ellos nos instaron, nuevamente, a perderle el miedo a la tribuna. A dejar de una vez todo lo que teniamos encima y volvernos parte de la cofradía, del club de los NA. Simplemente ya no seguirían ventilando sus problemas frente a unos desconocidos.
Pronto se terminó la hora y media de sesión y todos nos dimos la mano. Hablamos un poco para conocernos mejor y Carlos preguntó por una de las publicaciones. Era necesaria como información adicional para el proyecto. En eso estábamos cuando se nos acercó Alejandro para invitarnos a permanecer en el lugar. -Vamos a tener otra sesión, pero esta es de catársis -dijo un poco emocionado- ánimense a quedarse.
Carlos y yo nos miramos con la alegría de saber que ya habíamos salvado la tarde. Después de todo eran necesarios al menos tres casos clínicos y apenas teníamos el de Gloria. Para no delatar más aún el hecho de que sólo íbamos de fisgones, dije que por el tiempo tal vez tendríamos que salir a media sesión, y que de antemano nos disculpábamos pero que sí, nos gustaría participar en la sesión catártica.
El viejo de barba tenía prisa en salir, y se despidió de todos mientras aún nos estábamos preparando. Ahora la dirección la tomó un hombre canoso, moreno como de unos 60 años. Se parecía a Morgan Freeman.
El recinto para las sesiones era una sala de unos 30 metros cuadrados con unas 15 sillas y paredes pintadas de amarillo. Desconozco si hay alguna razón psicológica para usarlo, pero el amarillo es un color inquietante. Más de uno debió sufrir una crisis neurótica con sólo entrar a la sala. Colgando, al frente y a los lados, estaban, enmarcados, los Doce Pasos y algunas frases: "Reparamos directamente a cuantos nos fue posible el daño causado, excepto cuando el hacerlo implicaba perjuicio para ellos o para otros", "Aprendiendo a vivir".
El hombre tomó un libro, leyó unos cuántos párrafos y preguntó
-¿Quién quiere participar?.
Sorprendentemente todos, excepto Gloria, levantaron la mano. He asistido a innumerables congresos en los que la gente quiere participar, pero nunca había estado en un lugar en el que todos quisieran hacerlo. Se le concedió la palabra a Flavio, un hombre cercano a los cincuenta y con una evidente cojera.
En uno de las paredes había un pintarrón pequeño en el que estaban escritas algunas de las actividades que se realizan: Atención al nuevo, café, recolección de las cuotas, limpieza de la sala. A lado de estas, los voluntarios ponían sus nombres, Gaby se anotó para el café y salió hacia la cocina, Fernando en las cuotas, Flavio en la limpieza.
Flavio era profesor en alguna universidad cercana al metro Taxqueña. También daba clases en una preparatoria y estaba totalmente desencantado de su trabajo y de su vida. Los grupos a su cargo eran los peores y las ganas de trascender, si existieron, se habían esfumado. Le valía totalmente lo que pasara con sus alumnos. El sueldo que ganaba era una miseria y aún así su jefe lo agobiaba con peticiones que iban más allá de las horas frente a grupo. Recientemente acababan de contratar a un colega más jóven y dinámico, con dinero y buena suerte en las relaciones humanas; también manejaba un carrazo. Era claro que el trabajo de Flavio era cada vez menos necesario y él se sentía un apestado. La convivencia constante con mujeres jóvenes le hacía ver su incapacidad manifiesta para poder ligar con alguna de ellas. Estaba saliendo con alguien, una señora de su edad que sólo le concedía una sesión de sexo por semana a cambio de comidas, invitaciones a salir y dinero en efectivo. Una puta le habría salido más barata. Aquel día se había encontrado con un indigente cerca del metro. -Así vas a terminar -pensó- en eso te vas a convertir, pendejo. Su lenguaje era muy parecido al que usa Polo Polo en el teatro Blanquita.
Acabo de leer, en El País Semanal, una columna que me hizo gracia, por descarada y por hacer clara referencia a una frase de Groucho Marx que siempre me ha parecido divertida: "No quiero pertenecer a un club que está dispuesto a aceptar como miembros a personas como yo". La nota va sobre por qué los hombres son infieles y está basada en un libro de Shmuley Boteach, Kosher Sex: A Recipe for Passion and Intimacy. La respuesta del libro a por qué los hombres son infieles se puede parafrasear así: "No quiero ser esposo de una mujer que acepta como marido a un hombre como yo". El mundo nos bombardea con noticias e imágenes de éxito: Steve Jobs y Mark Zuckerberg, Bill Gates y Brad Pitt, George Clooney y Cristiano Ronaldo, Derek Jeter y Vladimir Putin; ellos tienen dinero, fama y mujeres guapas. ¿Qué nos queda a los mortales? Sentirnos unos fracasos, unos rotundos fracasos. Por eso el hombre busca mujeres que le hagan sentir admirado, querido, exitoso. ¿Que por qué no puede obtenerlo con su esposa? Porque si él mismo se considera una basura, la mujer que está dispuesta a pasar la vida con él tiene, por fuerza, que ser una basura todavía más grande. Una gran pendeja.
Cuando hacía poco, con un esfuerzo, Flavio había llevado a su mujer a un buen lugar para beber y bailar, la muy cabrona le había salido con: -¡Qué bien, este lugar es maravilloso! lo conozco. Él lo interpretó como que antes otro(s) la había(n) llevado ahí a beber, y de ahí a la cama.
Para Flavio todos eran unos pendejos, sus alumnos, sus alumnas, su jefe, sus compañeros de trabajo, la mujer con la que salía y sí, aunque no lo dijo lo pensó, nosotros, los que perdíamos el tiempo escuchándolo, éramos también unos grandes pendejazos.

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